Cada día que
sigues vivo es un día más y, a la vez, un día menos. Un día más de tu vida, uno
menos que te queda por aguantar este infierno terrenal. Y nunca nos damos
cuenta de esto hasta que no estamos cerca de nuestro final.
3 de la madrugada.
Otra maldita noche despertándome cerca de esta hora. Otra maldita noche en la
que, como siempre desde hace cinco años, me acerco a la ventana para ver lo que
ha pasado. Como cada puta noche desde hace cinco años observo que hay una
explosión en una casa cercana, o un fuego a lo lejos. Como cada puta noche, no
puedo evitar quedarme ahí, sentado, pensando en cuándo me tocará a mí. Al
principio recuerdo que me sobresaltaba, salía a la calle para intentar ayudar.
Ahora hemos aprendido la lección, no sirve de nada, cada bomba que cae cuenta con
varias muertes más. Pero, aun así, como cada puta noche, no puedo evitar pensar
en quién habrá muerto esta vez. ¿Un hombre solitario, como yo lo soy ahora?
¿Una familia con dos nenes adorables que ahora ya no podrán volver a sonreír
jamás? ¿O, por el contrario, una mujer y su hijo, que se dirigían hacia la casa
de la abuela, a la que habían ido a ver, mientras el marido se quedaba en casa
leyendo, sin preocupación alguna? Maldita sea, por qué no me matan de una
maldita vez, por qué tengo que seguir resistiendo esto, cuando Sarah y mi niño,
Pol, están muertos desde hace ya dos años, siete meses y tres putos días.
Todo eso pasa por
mis pensamientos, mientras intento, a la vez, seguir buscando motivos para
seguir viviendo. Sarah me querría ver luchando pienso. Mi niño no querría ver a
su padre derrotado, me digo. Tengo que ser valiente y seguir adelante por
ellos, maldita sea. No puedo dejar que esta mierda acabe conmigo.
Pero la agonía y
el sufrimiento por saber que nunca más voy a volver a verles hacen todo más
difícil. A eso se une la guerra, y el no ver ningún fin para esta. Cinco años
ya, y no parece que estemos cerca de una solución para esta. Supongo que, en
algún momento, uno de los bandos acabará con el otro, y eso marcará el fin.
Panda de gilipollas, ¿tan difícil era dejar vivir a los demás? Hitler murió
hace 100 años, el racismo parecía estar acabándose, día a día, y, de repente,
aparecen nuevas fuerzas fascistas, racistas, con ideas retrógradas, y provocan
todo esto. ¿Qué necesidad había?
Y, por si todo
esto no fuera suficiente, si todo esto no te quitaba ya las ganas de vivir, y
te hacía pensar a diario en acabar con tu propia vida, a todo ello se le unía
la rutina. Todos los días iguales. Dominados por la tristeza, por los recuerdos
de mi nene y mi princesa, mi amor. Dominados por la angustia, y a la vez el
alivio, de saber que puedes ser el siguiente en morir. O peor, el siguiente al
que vayan a reclutar, el siguiente que se vea obligado a luchar en una guerra
que nunca debió existir. Salgo de casa a las ocho de la mañana, como cada día,
y voy hacia “El sueño común”, el único bar que queda abierto, gracias a su
valiente dueña, Emma, una republicana que, sin embargo, decidió no unirse al
bando al que, en principio, pertenecería. No entendía esta lucha, y no quería
ser parte de ella, de algo que destruiría el país. Desde que dio su negativa a
combatir se ha visto asolada por los ejércitos de ambos frentes, que se han
encargado de intentar hacerle la vida imposible, y han impedido que le lleguen
recursos suficientes para seguir con el bar abierto. Pero ella siempre logra
salir adelante, para sorpresa de todos.
Pasa el día de
esta manera, entre conversaciones con Emma y los pocos que quedamos vivos en la
zona. Cada día piensas que será el último, que no volverás a ver a aquella
persona con la que ahora estás charlando de forma más o menos tranquila. Cada
día miras al sol como si mañana no fuera a estar ahí, o como si esa cerveza en
tu mano fuera la última que vayas a tomar. Después, vas a casa, intentas comer
algo, tras haber ido al proveedor de alimentos, que cada vez tiene menos
provisiones para dar, y cada vez menos gente puede llevarse algo a la boca.
Hoy estamos a 3 de
marzo, a jueves, creo. No estoy seguro, pues ahora apenas miro el calendario,
apenas uso el móvil. La fecha me da igual. Cada día solo necesito saber una
cosa: cuánto tiempo ha pasado ya sin lo más preciado de mi vida, sin mi pequeño
y mi amor. Ya ni siquiera miro si hay alguna novedad respecto a la guerra, como
si eso fuera a suceder, sé que esto no se va a resolver pronto. Ya no me queda
esperanza.
Y así, entre
conversaciones con la poca gente que queda, pensamientos acerca del suicidio,
por no ver ningún sentido a seguir vivo, y los recuerdos sobre mi familia, pasa
el día. Me voy a dormir, un día más, sabiendo que ya son dos años, siete meses
y cuatro días sin ellos, sin mi pequeño Pol, y su gran sonrisa, y mi amada
Sarah, y esa mirada con la que era capaz de transmitirme todo lo que podía
necesitar. Muchas veces pienso, justo antes de quedarme dormido, que esa noche
será la última, que uno de tantos bombardeos acabará con mi vida, y que, por
fin, me podré encontrar con ellos de nuevo. Al día siguiente me despierto,
siempre, con lágrimas en los ojos, pues deseaba no tener que sufrir más sin
ellos. Esta vez, dos años, siete meses y cuatro días después, es distinto, cae
una bomba en mi casa, y gracias a ella me reúno con la que considero ya una
amiga, la muerte.
Comentarios
Publicar un comentario